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Escrito por: Rubén Posligua Morales MSc.

Parte 2

Dios honró Su confianza y lo hizo todo para Él, y luego lo exaltó poniéndolo a Su derecha en gloria. Debido a que Cristo se había humillado a Sí mismo ante Dios y a que Dios siempre estaba ante Él, pudo humillarse a Sí mismo ante los hombres también y ser Siervo de todos. Su humildad era simplemente la entrega de Sí mismo a Dios para permitirle hacer en Él lo que le placiera, no importando lo que los hombres pudieran decir de Él o pudieran hacerle.

Es en esa mentalidad, en ese espíritu y en esa disposición que la redención de Cristo tiene su virtud y eficacia.

Nos trae esa disposición de que somos hechos participantes de Cristo. Esta es la verdadera abnegación a la que nuestro Salvador nos llama, el reconocimiento de que el ego no tiene nada de bueno, excepto como una vasija vacía que Dios tiene que llenar y que no debe permitirse, ni por un momento, su reivindicación para hacer cualquier cosa.

Es en esto, por encima y ante cualquier otra cosa, en lo que consiste la conformidad con Jesús, en no ser ni hacer nada por nosotros mismos para que Dios lo sea todo.

Aquí tenemos la raíz y la naturaleza de la verdadera humildad. Nuestra humildad es tan superficial y débil debido a que no se entiende ni se desea. Tenemos que aprender de Jesús que Él es manso y humilde de corazón.

Nos enseña dónde tiene su origen la verdadera humildad y dónde encuentra su fuerza: en el conocimiento de que es Dios quien opera todo en todos, que nuestro deber es rendirnos a Él en una perfecta resignación y dependencia, en consentimiento completo de no ser ni hacer nada por nosotros mismos.

Esta es la vida que Cristo vino a revelar y a impartir: una vida para Dios que vino a través de la muerte al pecado y al ego. Si sentimos que esta vida es demasiado elevada para nosotros y que se encuentra más allá de nuestro alcance, debemos buscarla en Él; Cristo que habita en nosotros es quien vivirá esa vida, de manera mansa y humilde.

Si lo anhelamos por encima de todas las cosas, si buscamos el secreto santo del conocimiento de la naturaleza de Dios, entonces Él obra en cada momento todo en todos; el secreto del cual toda la naturaleza y ser creado, sobre todo cada hijo de Dios, debe ser testigo es que: solo por medio de una vasija el Dios viviente puede manifestar las riquezas de Su sabiduría, poder y bondad.

La raíz de toda virtud y gracia, de toda fe y adoración aceptable es que sepamos que no tenemos nada, tan solo tenemos lo que recibimos de Él y nos reverenciamos en la más profunda humildad esperando en Dios.

Esa humildad no era un sentimiento temporal que se despertó y se ejercitó cuando Él enseñaba de Dios, sino que era el mismo espíritu de toda Su vida, Jesús era tan humilde en Su relación con los hombres como lo era con Dios.

Él se sintió Siervo de Dios por los hombres a quienes Dios creó y amaba; y como consecuencia natural, Él se consideró a Sí mismo como Siervo de los hombres para que por medio de Él hiciera Dios Su obra de amor.

Ni por un momento Él pensó en buscar Su honra o en usar Su poder para vindicarse a Sí mismo. Su espíritu fue por completo el de una vida de entrega a Dios para que obrara. No es hasta que los cristianos estudian la humildad de Jesús como la propia esencia de Su redención, como la propia bienaventuranza de la vida del Hijo de Dios, como la única relación verdadera con el Padre y, por consiguiente, como la que Jesús tiene que darnos si queremos tener parte con Él, que la terrible carencia de humildad real, celestial y manifiesta se convertirá en una carga y en una pena, y nuestra religión ordinaria se pondrá de lado para garantizarlo, la primera y principal de las marcas de Cristo en nosotros.

Hermano, ¿estás revestido de humildad? Pregúntale a tu diario vivir. Pregúntale a Jesús. Pregúntales a tus amigos.

Pregúntale al mundo. Y empieza a alabar a Dios, pues en Jesús ha sido abierta la humildad celestial de la que apenas has conocido y por medio de la cual las bendiciones del cielo, que tal vez jamás hayas probado, podrán venir a ti.

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